Qué lejano parecía el siglo XXI allá por 1982. Lo suficiente para vaticinar sin despertar demasiado escepticismo que para cuando llegase el mes de noviembre del año 2019, los avances en robótica y tecnología habrían permitido la fabricación de dobles mecánicos idénticos a los seres humanos que se rebelarían contra una civilización totalitaria construida sobre cimientos de soledad, desconfianza, luces de neón y coches voladores propulsados por un espumoso gas blanquecino.
Además de los avances tecnológicos y de las cuestionables decisiones de indumentaria y peinado, muchas obras de ciencia ficción coinciden en el retrato de un futuro distópico en el que el ser humano ha sido sometido por una fuerza superior encarnada por la tecnología y la ciencia (“Matrix”, “Gattaca”, la serie “Black Mirror” …), o por sí mismo (“1984”, “V de Vendetta”, la reciente saga de “Los Juegos del Hambre” …). El patrón se repite cacofónicamente en todo tipo de obras: algunas lo justifican con una crítica social no muy sutil, y otras con una estridente alerta ecológica. Tanto es así que podríamos llegar a plantearnos si la base misma de la ciencia ficción radica en la desgracia de sus personajes.
Por otro lado, es evidente que ni Ridley Scott ni su talentoso equipo artístico buscaban hacer de “Blade Runner” un retrato milimétrico de lo que sería la vida humana en el futuro (el suyo, recordemos), pero sí resulta intrigante, cómo a pesar de haber escogido un marco contextual relativamente próximo, la audiencia digirió con tanta facilidad la verosimilitud de un futuro tan intrínsecamente inverosímil. Esto no se justifica con el contrato de credibilidad que firma cada espectador al encender el televisor o sentarse en su butaca, ya que se trata de algo que trasciende la mera visualización del film. Prueba de ello es ese aciago momento en el que llegan las fechas en las que se ambientan estos largometrajes futuristas y al comprobar que los estrafalarios artilugios que utilizaban sus atractivos intérpretes aún no han sido inventados, somos presa de una desgarradora decepción que paliamos con un par de twitts lastimeros. La gente albergaba un hálito de esperanza por que lo retratado en la película, ocurriera de verdad.
Las películas futuristas dibujan una realidad hipotética que satisface la fascinación del espectador con los misteriosos entresijos del porvenir. Se trata de una ventana hacia un mundo venidero casi tan mágico como el que traza el género de la fantasía, aunque salvaguarda un resquicio de veracidad. Resquicio al que muchos nos aferramos guiados por nuestra inherente tendencia a soñar con que las historias que nos apasionan pueden hacerse realidad. En consecuencia, y arriesgándome de ser tildado de pérfido cursilón, propongo pasar por alto la ordinariez de este 2019 que ratifica la irrealidad del clásico que hoy nos ocupa, y seguir soñando… ya sea con individuos engominados y disfrazados con gafas de sol y gabardinas de cuero, con justicieros con caretas blancas y sombreros de ala ancha, o con replicantes Nexus 6 y los Blade Runners.