Las grandes reformas administrativas, la última fue la que culminó en 2015 con la modificación de la Ley 30/92, suelen traer más ruido que nueces.
En el ámbito de la contratación pública, por ejemplo, los cambios de la Ley (el Reglamento permanece anclado en 2001) son ya incontables. El último, en 2017 introdujo la obligatoriedad de las cláusulas sociales en los pliegos, pero no consiguió reducir la extraordinaria complejidad administrativa que entorpece la entrada de la innovación y el conocimiento en la esfera pública.
En relación con los empleados públicos, el Estatuto de 2007, reformado en 2015, apenas ha visto desarrollados sus aspectos más sustanciales. La función pública exige una renovación a fondo, pero ese es un asunto que no está en la agenda. De momento.
Las modificaciones legislativas del sector público, tradicionalmente, han tenido poco consenso y casi siempre, las ha guiado un criterio de oportunidad más que un juicio de naturaleza técnica y jurídica. El apoyo financiero tampoco ha sido suficiente.
Si el gobierno pretende mejorar y modernizar la administración pública y el procedimiento administrativo debería empezar, por ejemplo, con la eliminación de una figura tan injusta y demoledora para los legítimos derechos e intereses del ciudadano (particulares y empresas) como la provocada por el silencio administrativo negativo. Para a continuación plantear la racionalización de los procedimientos de contratación administrativa, abordando de una vez la entrada de pequeñas y medianas empresas mediante la eliminación de las subastas encubiertas. Y finalmente, debería preocuparse por dotar a las administraciones de personal especializado y competente en gestión de programas y proyectos.
Hace sólo unos días, el presidente del Gobierno anunciaba la próxima aprobación (en diciembre) de un Real Decreto mediante el que se pretende acometer una verdadera revolución administrativa, según él mismo manifestó. Ahora, la necesidad de canalizar los primeros 27.000 millones de euros exige apretar el acelerador y acometer en unas semanas cambios que exigían años. No quiero ser pesimista, pero me asaltan profundas y terribles dudas. Creo que fundadas. Nuestra administración pública es muy compleja: desconcentrada y descentralizada. Y la incidencia del poder político en su actuación es excesiva. No son las mejores circunstancias para un plan tan ambicioso.
Weber pensaba que la administración pública debía responder a criterios racionales de actuación. Lo que ocurre es que la racionalización, a diferencia de otro tipo de cosas, no cae del cielo.
Estaremos atentos y seguiremos informando.
Jose Antonio Carnevali
Profesor de Derecho Administrativo
Departamento de Derecho
Universidad Camilo Jose Cela