Cuando abres los apuntes por primera vez sientes esa valentía guerrera, que te impulsa a llegar al límite, a sacar tu auténtico potencial para demostrar a quienes te acompañan y a ti mismo que puedes conseguir todo lo que te propongas. Y te lanzas a la batalla con el corazón de un niño; abierto, pleno y sin reservas. Entonces llegan las primeras lágrimas.
Lágrimas de impotencia, de miedo y de incertidumbre, cuando tu cuerpo ha llegado a la extenuación y aún no te sientes satisfecho, porque notas que todavía no has dicho tu última palabra, que aún puedes vencer al silencio y a la inseguridad, la que te dice que no vales, que no eres capaz y que debes conformarte. Es en ese momento cuando vienen a ti.
Hablo de todos aquellos que luchan a tu lado. Los profesores, que confían en ti y que se han dejado la piel para conseguir que a cada golpe que te dé el examen, tú respondas con vigor y seguridad. De tus amigos, que libran guerras paralelas aunque tú no puedas verlas, pero que ya son una parte de ti. De tu familia, que ha reído y ha llorado contigo, que ha vivido cada alegría con la mayor de las ilusiones y que te ha ofrecido un hombro donde llorar en los momentos tristes. De tu Dios o de aquello en lo que creas o que dé sentido a tu vida; que te observa cuando estás solo, te recoge cuando vas a caer y te fortalece. Y te acuerdas de ti mismo, de tu yo del pasado. Ése que es al primero al que no puedes defraudar, porque te conoce al milímetro y te empuja a conseguir gestas épicas a través de las palabras.
En ese momento esbozas esa media sonrisa traviesa, la que tus recuerdos reconocen hasta de memoria y vuelves a encontrar la inspiración, la magia y la poesía sobre un papel. Entonces, y solo entonces, comienza de verdad el examen.
Juanjo Solanes López, alumno de segundo del Grado de Derecho de la UCJC.