Cuando uno se extravía, debe volver al principio. Y eso es lo que nosotros debemos hacer ahora que andamos un tanto perdidos: retornar a nuestro origen, recuperar ese sentimiento de unidad con la Naturaleza del hombre primitivo que albergan el humanismo moral chino o el panteísmo hindú.
Perdimos ese vínculo y ese sentimiento de unidad por culpa de un afán descubridor que nos impulsó a intentar desvelar los secretos de la Naturaleza y dimos luego un paso más llevado por la necesidad de conquistarla para beneficiarnos de sus potencialidades. Al fin y al cabo, lo que estamos haciendo con la Naturaleza es lo mismo que hacemos con cuantas cosas tocamos: degenerarlas primero y acabar destruyéndolas en última instancia. Lo hicimos hace unos años con el sistema financiero y lo hacemos con nosotros mismos.
En realidad, es cuando nos descubrimos poderosos, es cuando nos percatamos de las cosas que podemos llegar a hacer, que se opera un cambio en nosotros. La pregunta es: ¿cambia el poder lo que somos?, ¿Somos buenos por naturaleza y, después, cuando el poder se nos mete en el alma, cambia nuestra naturaleza y pasamos a ser malos o somos malos por naturaleza y el poder simplemente corrobora esa condición? Si el poder nos cambia es porque no estamos “inmunizados” naturalmente contra él. Así que, cuando menos, somos proclives por naturaleza a su influjo y en ese sentido no podría decirse que el poder nos corrompe – nos cambia – sino que ya llevamos en nosotros el germen de esa corrupción.
Eso nos llevaría a pensar que somos seres destinados por naturaleza a degenerarnos y destruirnos, de manera que solo podríamos escapar de ese destino aprendiendo a dominar nuestro poder. Pero ¿por qué no somos capaces de usar el poder para crear en vez de para destruir? La respuesta – y con ello aclaro la cuestión que anteriormente he planteado – solo puede ser una: porque no estamos hechos naturalmente para ser poderosos. Si en nuestra naturaleza lleváramos insito el poder que nos proporciona el afán por saber más, ese poder no nos llevaría a destruirnos.
La incapacidad del hombre para usar el poder de manera distinta a como lo hace demuestra que no está hecho para ser poderoso. Solo si el hombre fuera capaz de usar el poder de otra manera podríamos afirmar que le es consustancial. Sin embargo, desde el momento en que el poder solo sirve para destruir a quien lo detenta es evidente que estamos ante una fuerza de la que el hombre no está hecho y de la que debe alejarse si quiere conservar su naturaleza humana. El reto, pues, es aprender a usar el poder para hacer el bien. Ahora bien ¿es eso posible? ¿Cómo puede el hombre dejar de usar el poder para hacer el mal y empezar a usarlo para hacer el bien? ¿Cuándo llegará ese día? Cuando el hombre descubra que hacer el bien es más rentable – y hablo incluso de rentabilidad económica – que hacer el mal.
En cualquier caso es preciso entender que todo forma parte de un largo proceso de aprendizaje y que, como parte de ese proceso, el hombre, por su incapacidad para hacer un buen uso del poder, debe casi sucumbir del todo. Solo después de eso la Humanidad se dará cuenta de que el poder debe usarse de otra manera. Claro que hay otra opción para que el hombre deje de usar mal el poder y es, lógicamente, la de impedir que lo haga. Una alternativa que, si bien merece la pena, conllevaría una guerra entre los hombres poderosos – una pequeña minoría – y los que no lo son – la inmensa mayoría -.
Sea como fuere, sin el poder de controlar nuestro poder, sin el poder de renunciar a nuestro poder, somos las criaturas más débiles que hayan existido. Nadie es dueño de algo si no puede renunciar a ello. Y nosotros no podemos renunciar al poder sencillamente porque es el poder el que nos domina a nosotros, porque somos nosotros quienes le pertenecemos a él.
D. Ricardo Cortines
Profesor en el Grado en Derecho
Universidad Camilo José Cela