El próximo 17 de octubre de 2020 se cumplirán cien años del nacimiento de Miguel Delibes. La Cátedra Camilo José Cela de Estudios Hispánicos de la UCJC (Madrid) quiere rendirle un breve recuerdo, centrándolo en su faceta de novelista, que junto a la de periodista conforman su personalidad. El novelista Delibes buscó siempre compenetrarse con la conciencia y los sentimientos (solidaridad, ternura, mutuo respeto, compasión, amor…) que anidan en sus personajes, convencido –lo escribía en el otoño del 86- “de que todo ser ha venido a este mundo para aliviar la soledad de otro ser”. Y lo ha hecho –lo advirtió su gran amigo y el mejor estudioso de su obra, Gonzalo Sobejano- renovando sin cesar las modalidades narrativas, lo que Francisco Umbral llamó su capacidad de “poner voces”: “Delibes puede poner voz de niño de pueblo, de criada respondona, de señorita de provincias, de paleto castellano, con una eficacia que es su mayor virtud creadora a la hora de novelar”.
Con La sombra del ciprés es alargada gana el Premio Nadal 1947. Es su primera novela, en la que Fernández Almagro (en esos años, crítico de ABC y de La Vanguardia) advierte que “alienta novelista, y nada importa tanto como registrar ese alumbramiento”. El camino (1949) novela el descubrimiento paulatino e ingenuo de la existencia, cuya idea matriz –escribe Marisa Sotelo- “es la resistencia del niño a abandonar sus raíces, su geografía y su paisaje”. La paródica tragedia provinciana de Cecilio Rubes centra Mi idolatrado hijo Sissi (1953), captada, según Juan Luis Alborg, con “una eficacia incuestionable”. La hoja roja (1959), que Antonio Vilanova emparenta con Miau de Galdós, se vertebra “en torno a la triste figura de un viejo funcionario jubilado con un retiro misérrimo”. Amparo Medina-Bocos al prologar Las ratas (1962) advierte al lector que es “la novela de los sin voz, de los que sufren la historia, de los ofendidos y humillados por un sistema injusto, sin que ellos tengan conciencia de las injusticias de que son víctimas”.
A mi modo de ver Cinco horas con Mario (1966) es la obra maestra del maestro Delibes. Vilanova y Sobejano han escrito páginas críticas admirables sobre esta novela, que Carmen Martín Gaite –su mejor lectora- consideraba en 1992 que “es una de las novelas que mejor envejecen con el paso de los años, y por eso cada relectura regala un nuevo hallazgo”. Parábola del náufrago (1969), parodia de corte kafkiano que a Ricardo Gullón le obliga a esta reflexión: “El mundo de Jacinto San José es el tuyo, el mío, el de cuantos en este momento se preguntan sin encontrar respuesta qué suman y para qué –o para quién-“. Antonio Tovar reseñaba Las guerras de nuestros antepasados (1975) con algunos reparos, para afirmar el valor del “conjunto de la historia de Pacífico en sus dos partes: su infancia y su vida en la cárcel”. El ilustre catedrático salmantino advertía en El disputado voto del señor Cayo (1978) y en su personaje principal “la elegía de esa España que se ha despoblado y ha quedado deprimida”.
Los santos inocentes (1981) abunda en la cara oscura de lo rural y en las connotaciones sociales y políticas (los atropellos de la oligarquía), pero la rebeldía y la justicia –Umbral lo observó con tino- parte de la mano de un inocente, de un idiota, de Azarías que ahorca al señorito Iván porque ha matado de un tiro a su milana. La novela epistolar Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983) fue leída por Vilanova como “la historia de un hombre mediocre contada por sí mismo, y a la vez, el drama que representa para un ser humano la imposibilidad de ser querido”. 377A, madera de héroe (1987) aborda la guerra civil –latente en la mayor parte de su narrativa- y nos traslada una lección política que viene “subordinada –Sobejano, dixit– a la exploración imaginativa y sensitiva del miedo”. Señora de rojo sobre fondo gris (1991) la traté, cuando apareció, como confesión y elegía, siendo como era un homenaje a su mujer, Ángeles, desde la forma más pura de la temporalidad, la ausencia. Por último, El hereje (1998), novela ejemplar en cuanto a novela histórica, apasionante como reflexión autobiográfica, y testamentaria como novela de conciencia, al modo de Unamuno. Ricardo Senabre cerraba su reseña así: “novela limpiamente escrita, con una prosa que rezuma autenticidad y precisión, una novela que nos reconcilia con la literatura”.
Además de algunas otras novelas, deben recordarse los diarios –que llevan todos el marbete de “novela”-, desde Diario de un cazador (1955) a Diario de un jubilado (1995). Lorenzo, el protagonista, como presagiaba Delibes en 1965, ha envejecido con él. Más que un personaje, ha sido la máscara más cercana al escritor. Un escritor que mantuvo siempre una invariante, una norma ética: la autenticidad.