Jordi Costa.
Cada vez que escucho –o leo- la palabra prescriptor –con la que algunos miembros del gremio de la crítica siguen sintiéndose cómodos e incluso identificados- no puedo evitar acordarme del curioso personaje que decoraba los frascos del Cerebrino Mandri, un historiado medicamento para aliviar la jaqueca que fue retirado del mercado en 2008 por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios por “incumplir las normas de fabricación”. Con un cierto aire en el diseño al Sombrerero Loco imaginado por John Tenniel, el Tipo del Frasco de Cerebrino Mandri era un señor trajeado y de gesto adusto que, con un recipiente de la medicina en la mano izquierda, señalaba imperativamente al suelo con su derecha, como exigiendo un sometimiento a su preceptiva cura.
Un posible correlato gráfico, pues, de esa idea del Crítico Prescriptor, o el crítico entendido como alguien que, con cierta vehemencia, te receta lo apropiado para tu formación cultural, fija el canon y, si se da el caso, te afea la conducta si has tenido la debilidad de dejarte seducir por algo inapropiado. A veces pienso que no estaría mal que se retirara del mercado esa idea del crítico de manera tan expeditiva como se retiraron los lotes de Cerebrino Mandri de las farmacias. Entre otras cosas, porque el ejercicio de la crítica cultural cada vez se realiza menos desde la tribuna, aunque resulte bastante difícil desembarazarse de la inercia –especialmente lingüística- asociada a tantos años de tradición.
En el año 2003, los críticos Jonathan Rosenbaum y Adrian Martin publicaron uno de los textos más influyentes a la hora de reformular el ejercicio de la crítica cinematográfica: “Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia”, un volumen colectivo en el que se levantaba acta de la eclosión de una nueva sensibilidad cinéfila que corría en paralelo a los muchos efectos que la llamada revolución digital había tenido en la propia evolución del cine como lenguaje a industria. “Movie Mutations” era, ante todo, un libro sintomático: la cristalización de un cambio de paradigma, en el que había intervenido tanto la transformación de la naturaleza medular de lo que hasta el momento se había entendido por imagen cinematográfica –el paso del registro fotográfico al digital- como la ampliación del campo de batalla exigida por la toma de conciencia de que los retos más relevantes del medio ya no se enfrentaban en un escenario de dos actores –Hollywood y Europa-, sino en un escenario global cuyos surtidos epicentros podían aparecer en lo que tradicionalmente se habría considerado o bien periferia, o bien territorio yermo.
En sus primeras páginas, el libro coordinado por Rosenbaum y Martin adopta la forma de un intercambio epistolar entre sus diversos colaboradores, cuyo único nexo en común podría ser una cierta sensibilidad generacional, pero cuyas respectivas voces partían no sólo de realidades nacionales muy variadas, sino también de intransferibles experiencias de formación. El libro, en suma, invitaba a pensar en la crítica no como voz única y dogmática, lanzada desde una tribuna, sino como una polifonía de voces relacionadas a través de la idea de red o la idea de círculo. Quizá algunos de los colaboradores de “Movie Mutations” se siguen sintiendo cómodos con el concepto de prescriptor –Rosenbaum, por ejemplo, sigue siendo un firme defensor de la necesidad de fijar cánones-, pero la imagen que se extraía de la lectura del libro muy poco tenía que ver con la concepción más reiterada de la figura del crítico.
Hay muchas metáforas útiles para explicarle a alguien lo que hace un crítico de cine. A mí me gusta, a pesar de su connotación policial, la que propone que una película equivale a la escena de un crimen y asocia la mirada del crítico a la del forense que debe detectar ahí no sólo las huellas de una autoría, sino un móvil, el discurso secreto. Una crítica no debería entenderse nunca como un juicio o una sentencia inapelable: es la lectura de un enigma, una interpretación parcial, una sugerencia de desciframiento que, por supuesto, tiene que ser consistente y convincente, pero que no debería aspirar a ser completa e irrefutable. La parte más interesante empieza cuando esa lectura dialoga con las de otros críticos forenses, que saben que la verdad ni siquiera estará en la suma de las partes, sino, probablemente, en los intersticios, en lo que siempre quede por decir.