Carlos Segovia.
Pregunta: Empecemos por los elementos que han centrado el debate de los últimos años acerca de la relación entre el islam y las acciones de los yihadistas. ¿Puede aclararnos qué partes o secciones del Corán utilizan grupos como Estado Islámico o Al Qaeda para justificar atentados como los de París, Madrid, Londres, Nueva York…?
Respuesta: Hay versículos del Corán que establecen de manera muy clara que la violencia religiosa, para quererse legítima, ha de cumplir tres condiciones: ser defensiva (nunca ofensiva), proporcional y limitada en el tiempo. Sin embargo, hay pasajes sumamente ambiguos que indican, por ejemplo, que es lícito matar a quienes persiguen, oprimen, provocan o tientan a los creyentes (Q 2:191, 217). El amplísimo campo semántico del término fitna, que puede traducirse indistintamente por «persecución», «opresión», «provocación» o «tentación», deja en cierta forma vía libre al uso de la violencia contra cualquier agresor puramente imaginario. Y hay también pasajes que señalan como algo lícito matar a quienes difunden la corrupción y la impiedad (cf. e.g. Q 2:11; 5:32).
Son estos pasajes ambiguos, sobre los que, por desgracia, la tradición islámica nunca ha desarrollado una discusión sistemática, los que de algún modo explican la barbarie de los yihadistas. Pero hay que decir también que la tradición islámica, al elaborar su doctrina de la guerra santa, no se apoya en estos pasajes, sino en aquellos otros que limitan el uso de la violencia.
De ahí que no pueda decirse que los yihadistas son musulmanes tradicionalistas. Su ideología —que tiene sus raíces en el revivalismo islámico del los siglos XVIII y XIX pero sobre la que pesan asimismo factores rigurosamente contemporáneos y seculares— representa, sencillamente, la enfermedad del islam, del mismo modo en que la Inquisición fue la enfermedad del cristianismo y el Terror la enfermedad de la Ilustración. Creo que es importante subrayar esta idea frente a los islamófobos que identifican yihadismo e islam y los apologistas que sostienen que uno y otro, yihadismo e islam, no tienen nada que ver en el fondo. Recomiendo la lectura del libro de Abdelwahab Meddeb La enfermedad del islam (Galaxia Gutenberg, 2003), que realizaba una interesante apuesta por un islam liberal; o, lo que es lo mismo, por ilustrar el islam.
Pregunta: Siguiendo con las acciones de los yihadistas, ¿podría explicar la historia de las distintas interpretaciones acerca del concepto de ‘guerra santa’ en el Corán? ¿Cuáles son los precedentes más significativos de la interpretación de la yihad que realizan grupos como Estado Islámico o Al Qaeda?
Respuesta: La tradición islámica distingue dos sentidos en el término yihad. Uno significa la perseverancia individual del fiel en su fe, o dicho de otro modo, la lucha interior que cada del debe librar consigo mismo para permanecer sincero en la fe; el otro significa lucha en el sentido de guerra o combate armado. Ahora bien, de esos dos sentidos, el más importante para la tradición islámica es el primero, que recibe por ello el nombre de «yihad mayor», mientras que el segundo recibe el nombre de «yihad menor».
Esta diferencia no está en el Corán; pero es indudable que este último emplea la raíz verbal y.h.d., de la cual deriva la palabra yihad, sobre todo en el primer sentido, mientras que para el combate recurre a otra raíz verbal: q.t.l. Otro dato importante es que el Corán prohíbe matar a los creyentes y que nunca cuenta entre los infieles —ellos sí susceptibles de ser combatidos— a los judíos ni a los cristianos. Esto con la salvedad de un único versículo, Q 9:31, que plantea un serio problema interpretativo dado que la referencia en él a los cristianos podría ser una interpolación.
Se diría que los yihadistas confieren primacía al segundo sentido del término yihad en vez de conferírsela al primero; y es evidente que creen lícito matar no sólo a los judíos y los cristianos, sino también a otros musulmanes. Todo esto es muy poco coránico. Sus fuentes están, de un lado, en el jariyismo del primer siglo de la Hégira, y, de otro lado, en los movimientos anti-tradicionalistas de los siglos XVIII y XIX como el wahabismo.
Pregunta: En relación con la pregunta anterior, ¿cuáles son los precedentes más significativos de interpretaciones coránicas contrarias a las tesis de Estado Islámico o Al Qaeda?
Respuesta: La interpretación del Corán que proponen tales grupos representa una anomalía en la historia de la exégesis coránica. Así que la respuesta aquí, me temo, sería… todas.
Pregunta: Una crítica que se hace a menudo a los musulmanes moderados de hoy en día es que no se enfrenten a los elementos yihadistas con la suficiente vehemencia. En lo que se refiere a ofrecer interpretaciones del Corán distintas que aquellas ofrecidas por Estado Islámico o Al Qaeda, ¿le parece justa esta crítica?
Respuesta: Yo creo que sí se enfrentan a ellos. El problema es a mi juicio otro. Primero, la mayoría de los musulmanes piensa que los yihadistas no son verdaderos musulmanes y no se toman en serio, en consecuencia, la necesidad de revisar críticamente si las premisas de las que los yihadistas parten forman también parte, aunque sea de manera oblicua y residual, de la religión y de la historia de las que ellos, en su moderación, se reclaman herederos. Y segundo, la mayoría de los musulmanes sigue creyendo que Occidente es el principal responsable de los problemas que han provocado la emergencia de estos grupos terroristas. Deberían, por tanto y en mi opinión, ser más autocríticos —en un sentido y en el otro.
Pregunta: ¿Qué papel pueden desempeñar los estudios coránicos en los importantes conflictos que estamos viviendo hoy en relación con la cultura y el mundo islámicos?
Respuesta: Con suerte, un papel importante. Pues, en última instancia, hacia lo que apuntan los nuevos estudios coránicos es hacia la idea de que los orígenes del islam —al igual que los del judaísmo y el cristianismo— fueron ambiguos, y ello puede contribuir a atenuar la violencia de los discursos eulógicos y legitimistas mediante los que toda identidad religiosa se representa a sí misma como algo pleno, acabado y perfecto desde el principio. Mis alumnos musulmanes no tienen miedo de afrontar este reto. Y ello es esperanzador.
Pregunta: La mayoría de los occidentales seguimos sin tener una idea clara de qué tipo de texto es el Corán. ¿Podría, para concluir, resumirnos su origen y sus principales características? Y ¿podría explicarnos hasta qué punto es un texto prescriptivo, y hasta qué punto se presta a la interpretación?
Respuesta: Los orígenes del corpus coránico siguen siendo oscuros. La delimitación exacta de sus diferentes estratos plantea numerosos problemas, al igual que la determinación de su proveniencia, carácter y función. Tampoco conocemos más que de una manera sumamente vaga su trasfondo histórico concreto. Los relatos acerca de sus orígenes suministrados por la tradición islámica son muy tardíos y muy poco fiables. Y los escasos manuscritos tempranos de que disponemos son muy fragmentarios y extremadamente difíciles de datar.
En todo caso, desde un punto de vista histórico-crítico —que es, lógicamente, el único capaz de ofrecer respuesta a todas estas preguntas— es más fácil decir lo que el Corán no es que establecer con precisión lo que sí es. Es posible, en este sentido, afirmar que, antes de convertirse en el libro sagrado del Islam, el Corán —o, mejor, los textos en el reunidos, pues en realidad no se trata tanto de un libro cuanto de un corpus— fue —fueron— algo muy distinto. También podemos afirmar que si bien algunos de esos textos pueden ciertamente retrotraerse hasta la figura de un profeta que vivió en la Península Arábiga en el primer tercio del siglo VII —suponiendo que haya una única figura profética tras ellos—, otros muchos son claramente posteriores. Y, por último, podemos decir que el Corán que hoy tenemos no es el documento original que a menudo suponemos, sino el fruto de un complejo e ininterrumpido proceso de redacción cuyo periodo final hay probablemente que situar a finales del siglo VII o principios del VIII. Este es también, en realidad, el momento en que podemos comenzar a hablar del islam como la nueva religión de un nuevo estado surgido en el limes de los imperios bizantino y sasánida.
Hasta ese momento, ni puede hablarse en propiedad del islam —cuyos difusos orígenes cristianos hay que atreverse a repensar a la luz de los datos arqueológicos e historiográficos sistemáticamente ignorados por la tradición islámica posterior—, ni puede hablarse tampoco de la existencia de un estado árabe unificado.
En cuanto a las características del corpus, es evidente que mayoría de los textos que lo forman son de naturaleza parenética, es decir, se trata de textos homiléticos (de predicación teológica), frecuentemente parabíblicos, cuyo propósito es reescribir la historia de la salvación ampliándola a un nuevo escenario: el de la Arabia —término que en la antigüedad designaba no sólo la Península Arábica, sino también otras regiones colindantes como Siria-Palestina e Iraq— del siglo VII.
Junto a esto encontramos en el corpus coránico textos aparentemente litúrgicos, otros relativos a ciertos acontecimientos cuyo significado exacto continúa planteando muchas dudas, y un número escaso de textos prescriptivos que abarcan diferentes ámbitos (el culto, el matrimonio y el divorcio, las herencias, la guerra, etcétera). Luego no, el Corán no es un documento especialmente prescriptivo, aunque innegablemente contiene normas y reglas.
Y sí, es un documento plenamente abierto a la interpretación. En rigor, lo ha estado siempre. La exégesis coránica es una disciplina compleja en la que abundan enfoques muy distintos y matices varios.
Pero no es sólo esto. Sabemos que del propio documento canónico circularon en su día diferentes versiones, de las que tenemos conocimiento tanto doxográfico como documental. Y que el esfuerzo por fijar con precisión su letra —lo que tuvo lugar de nuevo a finales del siglo VII o comienzos del VIII con la adición de signos diacríticos para mejor diferenciar entre unas consonantes y otras y para leer mejor las vocales, que en árabe como en casi todas las demás lenguas semíticas no se escriben— nunca llegó a desdibujar del todo, por fortuna, las ambigüedades inherentes a su esqueleto consonántico.
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