Carmelo Angulo Barturen.
Miseria, destrucción, pobreza, hambre, violencia, desesperación, impotencia… se agotan las palabras para expresar lo que está suponiendo la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. La situación, lejos de mejorar, se agrava. Los motivos que han provocado en el último lustro el éxodo masivo hacia Europa (como destino final) no parecen tener visos de solución. La guerra de Siria (el origen más mediático de esta crisis) ha entrado en su sexto año; los conflictos se enquistan en Irak y Afganistán; la violencia no cesa en Eritrea, Nigeria y Somalia; la misma inestabilidad se vive en Sudán del Sur; el horizonte no es tampoco halagüeño en países como Pakistán. No hay, hasta el momento, motivos para pensar que la cifra de más de 60 millones de personas que se han visto obligadas a abandonar sus países de origen debido a los conflictos pueda reducirse.
Bien al contrario. El cierre de fronteras en los países bálticos y el acuerdo de la UE con Turquía solo han supuesto un “cambio de planes”. Los miles de refugiados que salían de las playas turcas camino de Grecia y la ansiada Europa dirigen ahora sus pasos a las costas libias para llegar a Italia. Nuevas (viejas) rutas que encierran más obstáculos y peligros, con mafias más violentas, en un país bajo el caos, y con una travesía más larga y complicada por el Mediterráneo. Las consecuencias ya las estamos viendo: cientos de cadáveres en las playas, rescates de embarcaciones en condiciones lamentables, noticias y denuncias de abusos a refugiados que buscan una última y desesperada salida.
Más de 1 millón de refugiados llegaron al Viejo Continente solo en 2015, mientras que el número supera ya los 184.500 en lo que llevamos de 2016. No nos cansaremos de decir que la actual crisis de refugiados y migrantes en la Unión Europea es una crisis sin precedentes y es una crisis con rostro de niño. Porque ellos son los más vulnerables y a ellos les está afectando de una manera más dramática.
En Siria más de la mitad de la población del país (que tenía unos 20 millones de habitantes antes de la guerra) han huido de sus hogares. Más de 8 de cada 10 niños sirios -unos 8,4 millones- se han visto afectados por el conflicto y necesitan ayuda humanitaria, incluyendo tanto a los que están dentro de Siria como a los que se encuentran refugiados en países vecinos (Líbano, Jordania, Iraq, Turquía y Egipto).
Además, 1 de cada 3 niños -unos 3,7 millones- ha nacido después del inicio del conflicto, por lo que solo conocen la violencia, el miedo y el desplazamiento. El futuro de toda una generación de niños está en riesgo. Los cinco años de guerra en Siria arrojan datos escalofriantes: casi 7 millones de niños están sumidos en la pobreza, unos 2,8 millones han dejado de ir a la escuela, muchos han empezado a trabajar con tan sólo 3 años, y con 7 algunos están siendo reclutados para combatir.
Y permítanme recordarles una imagen y añadir algún un dato más. La imagen es la del pequeño Aylan Kurdi ahogado en la una playa de Turquía. Más de 1.000 niños murieron ahogados, como Aylan, en el mar Mediterráneo en 2015. Unos 10.000 niños no acompañados han desaparecido dentro de nuestras fronteras europeas sin dejar rastro. En estos momentos unos 550.000 niños y niñas necesitan estabilidad, protección y apoyo, y la cifra no deja de aumentar día tras día. Necesitan un lugar donde descansar y sentirse seguros, donde recibir agua y alimentación, ropa de abrigo, atención sanitaria, aprender y jugar.
Ante esta situación, muchas organizaciones se han volcado en un trabajo frenético y contrarreloj para que el Mediterráneo deje de ser el cementerio de los desesperados. En UNICEF hemos centrado nuestros esfuerzos en cinco grupos de niños refugiados que son especialmente vulnerables: bebés y niños pequeños, niños con discapacidad o necesidades especiales, niños perdidos, niños que se quedan en el camino y menores no acompañados. Hemos habilitado espacios seguros donde poder atenderles, donde puedan jugar, descansar, recibir apoyo psicosocial y orientación legal, o favorecer la reunificación familiar. Durante el pasado invierno les hemos protegido del frío, con la entrega de ropa de invierno y calzado. Estamos respondiendo a sus necesidades en los países de origen -como Siria, Iraq o Afganistán- y los países vecinos que acogen ya a millones de niños refugiados y migrantes -como Turquía, Líbano y Jordania-, donde estamos desarrollando una de las operaciones humanitarias más grandes de nuestra historia. En los países europeos, tanto en ruta como de destino, como por ejemplo Turquía, Grecia o Alemania, hemos ofrecido también nuestra ayuda a los gobiernos y las autoridades para que sus políticas y procedimientos se apliquen teniendo en cuenta el interés superior del niño y se encuentren en línea con los estándares internacionales.
En esa línea, y esta sea quizás la parte más enquistada y que, de llevarse a cabo, podría abrir un resquicio a la esperanza, hemos pedido a los gobiernos que en los acuerdos y planes de actuación en esta crisis de refugiados se tenga en cuenta la Convención sobre los Derechos de los Niños y, en especial, el principio del interés superior del niño. Porque un niño refugiado no es diferente de cualquier otro niño. Verse obligado a realizar este peligroso viaje, a cruzar frontera tras frontera, implica en demasiados casos que pierda sus derechos, que pierda su derecho a ser niño.