Tres proyectos de futuro para la Criminología

Dr. Francisco Pérez Fernández

Profesor del Grado en Criminología y seguridad

El delincuente no sólo depende de sí mismo para delinquir, sino también del medio en el que desarrolla su actividad. Un ambiente que la controla y mediatiza, que retroalimenta en uno u otro sentido su dinámica interna y que, a su vez, la condiciona. Un medio del que también depende de forma directa la facilidad y habilidad con la que sea –o no- apresado. En tal sentido, cabe recordar que el delito se define conceptualmente como la acción u omisión prohibidas por la ley en beneficio de la mayoría y, por consiguiente, merecedoras de castigo por parte del Estado a través de un método judicial que se aplica en su nombre. Ello implica, de entrada, que el delito no goza de una serie de caracteres inherentes y válidos que puedan ser igualmente considerados en todas las sociedades y culturas, por lo que es del todo ilógico, como bien apunta Ian Gregory en su clásico manual de psiquiatría clínica, pensar que todos los delincuentes tendrán en común características exclusivas y únicas de personalidad. El delito, pues, puede ser cometido indistintamente por personas de la más diversa índole y procedencia social, con cualquier motivo y para cualquier fin.

El crimen y la delincuencia constituyen un fenómeno social tan antiguo como preocupante que, sin embargo y a pesar de su persistencia histórica, continúa abordándose a través de metodologías que parecen mostrarse muy poco efectivas: la represión policial, el tratamiento punitivo del delincuente y un régimen penitenciario más o menos humanitario. Sin embargo, la mayor o menor dureza de cualquiera de estos resortes no parece haber sido útil a la hora de reducir el impacto del delito en nuestras sociedades en la misma medida que, como ya sabemos, el delito y la ley se encuentran en un permanente circuito de retroalimentación. Se delinque tanto como siempre y con gran eficacia. Sólo ha sucedido que los tipos y mecánicas delictuales se han transformado. Seguir anclados en la vieja e inefectiva idea de defender las normas a todo trance y hacer valer las leyes por encima de cualquier otra consideración, nos hace olvidar de tres elementos de gran relevancia:

  1. Como ya se ha dicho, el delito es aquello que una sociedad considera como tal. Por consiguiente hay muchas actividades y conductas faltas de ética o completamente inmorales que no son delitos. Del mismo modo, hay cientos de actividades y conductas que podrían ser moral o éticamente aceptables y que, sin embargo, se consideran o pueden ser consideradas como delictivas.
  2. Existen muchas conductas no delictivas –ni tipificadas en legislación alguna como delito- que, no obstante, podríamos considerar como predelictivas o conducentes a posteriores delitos.
  3. Las propias autoridades no suelen constituir un perfecto ejemplo de civismo en la medida que no parecen tener empacho alguno en transgredir las propias leyes que promulgan si ello contribuye a cualquier especie de “beneficio social” o particular. Más todavía: algunas de esas leyes capacitan a los propios Estados y sus agentes para cometer delitos –luego para contrariar o burlar otra legislación- en determinadas circunstancias.

No queremos decir con todo esto algo tan absurdo como que no se deba perseguir el delito. Lo que tratamos de significar es que parece necesario empezar a afrontar el problema del crimen desde enfoques que, a la par que complementarios con el tradicional, resulten más constructivos y tendentes hacia la prevención y la reinserción antes que hacia la mera retribución, a menudo inefectiva. Es obvio que las víctimas, en la mayor parte de los casos, no se muestran de acuerdo con este punto de vista pero nadie podría –o debería- culparlas por ello. El resentimiento de quien es objeto y objetivo del crimen de manera directa o indirecta –sea cual fuere su forma- es algo natural. De hecho humano y, por tanto, perfectamente comprensible. Pero la razonable sed de justicia no debe confundirse con el arrebato de odio o el simple deseo de venganza que, realmente, no conducen a nada y tampoco anulan o palían el dolor del victimizado. El más terrible de los castigos contra el agresor no borra ni la agresión recibida ni sus secuelas. Es inútil. De hecho, la única manera constructiva de abordar esa tragedia que sólo la víctima conoce y entiende de veras pasa por esmerarse en asumir que nadie más haya de pasar por semejantes circunstancias. Que se ha de evitar –y luchar por conseguirlo- que otros puedan verse en nuestro lugar. Ni el crimen, ni el deseo de cometer crímenes, se aniquila a golpe de látigo. Hecho histórico tozudo e irreductible que nos enfrenta a tres proyectos de futuro para la criminología que, ya lo anticipo, tendrán que salir del ámbito de lo utópico para abordarse sin dilación ni ambages más tarde o más temprano:

  1. Encontrar el modo inequívoco y eficiente de hacer comprender a las víctimas que la venganza no tiene nada que ver con la justicia, y que el odio que a menudo experimenta forma parte de las secuelas de su propia victimización. Ello no significa que el culpable no deba de sufrir la pertinente reprensión social por sus actos –por supuesto-, pero implica también ha de ser ayudado a superar sus errores a fin de que no vuelva a cometerlos en el futuro.
  2. Trabajar e invertir de buena vez en políticas preventivas que permitan construir sociedades en las que cada vez haya menos culpables y, por consiguiente, menos víctimas, porque los hechos parecen demostrar que los dramas humanos se combaten peor a través de sus consecuencias, que afrontando de raíz sus orígenes. Pero no sólo: también sería preciso salir de la endémica falta de recursos que aqueja al sistema penitenciario a fin de convertir la inspiración que guía la legislación que lo regula en un hecho… Pues no es raro encontrar en las cárceles a internos que expresan a las claras su desilusión con respecto a las expectativas que habían generado en el sistema al ser condenados: “creí que la cárcel sería una oportunidad para cambiar mi vida [explicaba un interno], pero aquí dentro no he encontrado nada de cuanto yo esperaba, y sigo dentro del mismo círculo”.
  3. Diseñar un modelo jurídico más equilibrado que conceda a la víctima un papel de mayor protagonismo. Las víctimas no pueden ser meras espectadoras del “teatro de los tribunales”. De hecho, a lo largo de los años, me he encontrado con que las víctimas de los delitos más terribles se sentían peor, antes que por no poder “vengar” la ofensa, por la terrible sensación de impotencia e injusticia que experimentaban a lo largo de un proceso que las apartaba, las sacaba de foco, e incluso las ninguneaba. “Lo que peor llevo [me comentó el padre de una chica asesinada en cierta ocasión] es no poder hablar con su asesino… Tener que vivir el resto de mi vida sin respuestas y sin poder expresarle lo que pienso”.