Alcohol y Criminología: Un abordaje histórico

Fdo.: Dr. Francisco López Muñoz

Profesor Titular de Farmacología y Director de la Escuela Internacional de Doctorado de la UCJC

En el pasado volumen número 5 de la prestigiosa Revista Aranzadi Doctrinal, los profesores del Grado de Criminología de la UCJC Francisco López Muñoz, Francisco Pérez Fernández y A. Nicolás Marchal Escalona, junto al catedrático de Farmacología de la Universidad de Alcalá, Cecilio Álamo, han publicado la primera parte de un detallado estudio histórico sobre la relación existente entre la criminología y los agentes psicotrópicos, dedicado, en este caso, a las sustancias de abuso legales o institucionalizadas, como el alcohol y ciertos psicofármacos, de uso habitual en la práctica clínica.

El consumo de sustancias químicas con efectos psicotrópicos ha sido una constante histórica del ser humano y de su desarrollo cultural. De hecho, el consumo de sustancias psicotrópicas entronca con la vertiente antropológica de la cultura humana, y ha ido parejo al desarrollo evolutivo de las distintas civilizaciones. Sin embargo, el uso “recreacional” de las sustancias psicotrópicas ha constituido la base histórica del fenómeno de la drogodependencia, de tan nefastas consecuencias en las distintas sociedades, y ha generado un estrecho nexo con el desarrollo de conductas delictivas. A pesar de esto, es difícil establecer, a la luz de los actuales conocimientos, conclusiones universalmente válidas sobre la interrelación entre el consumo de drogas psicoactivas y los actos delictivos. Así, teorías clásicas, como la formulada por Harry J. Anslinger (1892-1975), proponían que el entorno de la criminalidad arrastraba al individuo al mundo de la drogadicción, en oposición a planteamientos aún más clásicos que invertían el proceso (la drogadicción conduce a la criminalidad). Estas hipótesis, en la actualidad, han perdido vigencia entre criminólogos, sociólogos y demás estudiosos de esta materia, no pudiéndose aportar respuestas concretas para estos planteamientos generales.

Las relaciones entre el consumo de alcohol (y sus consecuencias) y el desarrollo de la criminología como disciplina científica han sido muy diversas y, en algunos casos, sumamente estrechas. De hecho, existe una evidencia, cada vez más sólida, de una conexión entre el consumo abusivo de alcohol, incluida la intoxicación etílica, y conductas de violencia y agresividad. Esta relación ha llevado, en algunos momentos históricos, a la restricción (incluso prohibición) legal de su consumo, como, por ejemplo, en el primer tercio del siglo XX, el Acta Volstead (denominada vulgarmente “Ley Seca”), o a considerarlo como elemento agravante desde el punto de vista judicial. En este sentido, el Código Penal español de 1928 recogía como circunstancia mixta la embriaguez, estimándose como agravante si fuera buscada de propósito para la ejecución de la infracción, o habitual en el agente.

La “Ley Seca” norteamericana supuso, desde la perspectiva criminológica, un importante punto de inflexión en la relación entre el alcohol y la delitogénesis. De hecho, tras la aprobación de esta ley, se produjeron una serie de acontecimientos que desembocaron, al contrario de lo que la propia ley perseguía, en un aumento considerable de la delincuencia y de los problemas de salud. A título de ejemplo, en 1923, tres años tras la prohibición, ya se había consolidado un auténtico “sindicato del crimen organizado” en Estados Unidos, que fue afianzándose durante los años sucesivos (negocios de fabricación ilegal de alcohol, creación de una red de contrabando a gran escala, así como una red de personal, en la que incluían, bajo soborno, agentes del servicio de guardacostas y de la policía) y en 1932 se estimaba que unas 30.000 personas habían muerto por la ingesta de alcohol metílico y otras adulteraciones, y que la cifra de consumidores con lesiones permanentes, como ceguera o parálisis, ascendía a 100.000.

Desde la vertiente histórica, las teorías degeneracionistas de Benedict Augustin Morel (1809-1873) explicaban las conductas criminales como una forma de degeneración hereditaria, en algunos casos inducidas por la activación de agentes externos, como el alcohol. Por su parte, las teorías de Cesare Lombroso (1835-1909), además del atavismo propio del “criminal nato”, proponían otros dos tipos de criminales; el criminal patológico o alienado y el sujeto criminaloide. En ambos tipos, la influencia negativa del consumo de alcohol (y otras drogas psicotrópicas) sería determinante. Dentro de los criminales alienados se encuadrarían los individuos alcohólicos crónicos, mientras en los criminaloides, sujetos carentes de estigmas pero que viven en el entorno del mundo de la delincuencia, el consumo abusivo de alcohol (y de otras drogas, como el tabaco, el cáñamo o la morfina) podría desencadenar la comisión de graves delitos. Ya a finales del siglo XIX, Lombroso definía una tipología de “delincuente alcohólico” en su clásico L’uomo delinquente, en cuya 5ª edición (1897) especifica que el alcohol es un excitante que narcotiza los sentimientos más nobles y transforma el cerebro más sano. En España, Luis Jiménez de Asúa (1889-1970) distinguía entre “embriaguez”, considerando como tal la intoxicación aguda, y “alcoholismo” o intoxicación crónica, y consideraba que cada una de estas figuras tenía una influencia diferente en el delito. De esta forma, Jiménez de Asúa estimaba que la embriaguez era un factor importante de la delincuencia, sobre todo en relación con los delitos de homicidio y lesiones. Sin embargo, los casos de alcoholismo podían equipararse a una enfermedad mental, constituyendo una categoría de sujetos peligrosos de forma permanente.

En el marco del consumo de alcohol, la comisión de delitos a causa de los efectos producidos por el consumo del mismo se enmarca dentro del ámbito de la denominada delincuencia inducida. En este tipo de delitos suele ser habitual el uso de la violencia, pues el alcohol puede ocasionar alteraciones cognitivas, del estado del animo, de la percepción de la realidad, etc., y no solo durante el momento de la intoxicación, sino también durante la deprivación o abstinencia, momentos, todos ellos, donde existe una inhibición de los frenos éticos, que dejan al dependiente a merced de sus impulsos. Así, y bajo los efectos del alcohol, se cometen delitos contra la seguridad vial (imprudentes o no), contra las personas (homicidio y sus formas, lesiones), contra la libertad e indemnidad sexual (agresiones y abusos sexuales), atentados contra la autoridad y sus agentes, desórdenes públicos, etc. A título de ejemplo, conducir bajo los efectos del alcohol es responsable del 30-50% de los siniestros con víctimas mortales y del 15 al 35% de los que causan lesiones graves.

La relación existente entre el entorno de la dependencia al alcohol y la criminalidad es un hecho constatado en múltiples estudios, en los que se ha confirmado que los actos violentos juegan un papel importante. En un estudio realizado entre presuntos delincuentes juveniles en Irlanda, se estimó que un 42% de los casos estaban relacionados con el consumo de alcohol, y que esta sustancia tenía más probabilidades de estar relacionada con delitos contra el orden público. Otros estudios han confirmado la relación entre una mayor densidad de locales de venta de alcohol y la comisión de diferentes delitos (asaltos, violaciones, robos, vandalismo, etc.).

Históricamente, se han postulado distintas teorías para intentar explicar el papel del alcohol en el comportamiento violento. La “teoría de la desinhibición” propone que las conductas agresivas, en condiciones normales, están controladas por mecanismos inhibidores, y el alcohol, por su acción farmacológica específica a nivel de sistema nervioso central, ocasionaría un efecto de desinhibición, que aumentaría la probabilidad de que aflorasen comportamientos agresivos reprimidos. Por el contrario, la “teoría del aprendizaje social” sugiere que la asociación entre el consumo de alcohol y el aumento de la agresividad solo es un producto de la influencia del entorno socio-cultural, en el que el sujeto espera que el consumo de alcohol ocasione dicho efecto. Otras teorías propuestas indican que el alcohol contribuye indirectamente a un aumento de la agresividad mediante cambios cognitivos, emocionales y psicológicos, que dan lugar a una disminución de la percepción de peligro y un aumento de la autoestima.

Diferentes estudios han analizado la relación entre el consumo de alcohol y la comisión de delitos violentos. Murdoch y colaboradores, en un estudio publicado en 1990, evaluaron 9000 crímenes violentos cometidos en 11 países, y confirmaron que dos tercios de los delincuentes y casi la mitad de las víctimas habían ingerido alcohol en cantidades considerables. Otros estudios, que se han ocupado tanto del delincuente como de la víctima, aportan datos también sugestivos; cerca del 70% de los implicados en crímenes violentos habían consumido alcohol, porcentaje que aumenta hasta casi el 80% en el caso de los crímenes enmarcados dentro de la denominada “violencia de género”, ámbito en el que se aducía el alcoholismo de la pareja para explicar este tipo de violencia. Estudios más recientes confirman este estrecho vínculo entre el consumo de alcohol y la violencia.

Durante el síndrome de abstinencia al alcohol, los individuos pueden estar irritables y con cierto grado de agitación y agresividad. El alcoholismo crónico puede producir, asimismo, cambios en la personalidad, en los que la tendencia a agredir a otros individuos puede hacerse más prevalente. Estos cambios, más la serie de dificultades que inevitablemente surgen en el alcoholismo crónico, suelen conducir a la agresividad verbal y/o física. De igual manera, en la psicosis de Korsakoff suelen aparecer conflictos con el entorno y conductas violentas. De todas formas, la asociación más estable entre alcohol y violencia ocurre durante el periodo de intoxicación.

En materia de delincuencia inducida por el consumo de alcohol también hay que tener presente su implicación en la génesis de siniestros de tráfico. En este sentido, es bien conocido que el alcohol disminuye la capacidad de concentración, los reflejos y la visibilidad, incrementa el tiempo de reacción y puede ocasionar alucinaciones visuales y auditivas, hechos que condicionan una gran merma en la capacidad de conducir de forma segura un automóvil. Desde la década de 1930 existe una clara evidencia científica sobre la relación existente entre el consumo de alcohol y el riesgo de siniestros de circulación, aunque este riesgo no fue cuantificado hasta la década de 1960, merced a los trabajos realizados por el profesor Robert F. Borkenstein (1912-2002), de la Universidad de Indiana, en Estados Unidos. De esta forma, se estimó que la conducción con 0,5 gramos de etanol por litro de sangre suponía casi el doble de probabilidad de sufrir un siniestro de circulación respecto a la conducción sin haber consumido alcohol, y que con 0,8 gramos por litro, el riesgo de sufrir un siniestro mortal era casi cinco veces mayor.

En España, el Informe del Observatorio Español sobre Drogas de 2007, que aportaba datos sobre análisis toxicológico-forenses realizados a conductores y peatones fallecidos en siniestros de tráfico, puso de manifiesto que un 37,8% del total de varones fallecidos dieron positivo en la prueba de alcoholemia, y un 19% de las mujeres. Con respecto a los peatones fallecidos, según la muestra realizada por el Instituto Nacional de Toxicología en los años 1999 a 2004, los datos muestran que un 33,7% del total de varones fallecidos dieron positivo en la prueba de alcoholemia. Por otro lado, datos de la última encuesta EDADES ponen de manifiesto, como conductas de riesgo asociada al consumo de alcohol, que el 5,3% (8,4% chicos y 2,2% chicas) reconoce haber conducido un vehículo de motor bajo los efectos del alcohol durante el año anterior a ser encuestado, y que el 23,3% habría viajado como pasajero en un vehículo de motor conducido por una persona bajo los efectos del alcohol.

En conclusión, podemos afirmar que la relación entre el consumo de alcohol y el comportamiento agresivo supone un fenómeno muy complejo, en el que intervienen factores farmacológicos, psicológicos y sociales. Dicho de otro modo, la asociación entre criminalidad y abuso del alcohol, en algunos casos excesivamente mitificada, constituye una manifestación o un “síntoma” de ciertos “trastornos psicosociales”.